María Moliner, su diccionario, y sus críticas a la Academia

Publicado por o día 10/03/2014 na sección de Opinión,Opinión de Pedro Larrauri

María Moliner, su diccionario, y sus críticas a la Academia

 Hay momentos en que la confluencia de los astros proporciona un espectáculo maravilloso. Algo así ocurrió este fin de semana, el sábado día 8, al coincidir el día de la Mujer Trabajadora con la representación de la obra “El Diccionario” en el principal teatro de nuestra ciudad.

 La vida de María Moliner me cautivó hace años, y su obra es mi diccionario de cabecera. La función teatral, de gira triunfal por toda España, nos encantó tanto a mí como a mi mujer. En un escenario sobrio pero efectista se iban desgranando episodios significativos de la vida de la protagonista que desvelaban su biografía: su ideología liberal y republicana; su afán por difundir la cultura creando bibliotecas en todos los pueblos de España; la represión que sufrió tras guerra civil (el autor de la obra teatral, Manuel Calzada Pérez, dedica mordaces ataques al Dictador); sus conflictos familiares; las incertidumbres y angustia que le produjeron las enfermedades seniles (la arterioesclerosis cerebral y el deterioro cognitivo consecuente que sufrió)…

 La actriz principal, Vicky Peña, estuvo simplemente magistral. Y fue antológico su espontáneo alegato al respetable tras la ovación final, remarcando que no podía coincidir mejor una efeméride con un personaje real, prototipo de mujer trabajadora. Animo a todos a leer y a tomar ejemplo de la vida de María Moliner, licenciada en Historia por la Universidad de Zaragoza en 1921. Además de su trabajo como Archivera y Bibliotecaria, y de criar a sus cuatro hijos, afrontó el reto de escribir un diccionario, el llamado “Diccionario de uso del español” (conocido como Diccionario María Moliner): una obra genial que completó y mejoró al diccionario de la Real Academia de la Lengua.

 María Moliner es maestra de la emancipación y del buen hacer femenino, de capacidad de trabajo, de amor por la familia, por la cultura y por la libertad: pero sobre todo es maestra como lexicógrafa. María transmitía -y lo volvió a hacer la otra noche por medio de la actriz que la representaba- su amor a las palabras: y contagiaba su convencimiento de que gracias a su estudio, a entender en profundidad su significado y a elegirlas correctamente, nuestra expresión verbal cobraba mayor fuerza y riqueza… Ella pasó gran parte de su vida mimando y clasificando en fichas esos elementos mágicos, las palabras, que también nos sirven para ordenar los conceptos en nuestro cerebro y trabajar con ellos. Y tenemos que agradecerle también que nos simplificara la vida a todos los que manejamos el idioma español, pues fue precursora promoviendo (contra la costumbre y las opiniones mayoritarias) que la che y la elle abandonaran el alfabeto y dejaran de ser letras individuales.

 El alegato final de la obra nos presenta a María Moliner impartiendo –en una razonable ficción, por emplear un oxímoron que tanto le gustaban a la gran lexicógrafa- el discurso que nunca impartió: el de ingreso en la Real de la Lengua. Pese a haber hecho méritos más que suficientes y haber sido propuesta a un sillón el año 72, no fue recibida en la Institución: todo apunta a que fue discriminada por ser mujer. La escena me resultó antológica y emotiva hasta la lágrima: María se dirigía a los señores académicos españoles (no había ninguna mujer entonces en la Academia) y les recriminaba que habían expresado muy pobremente, probablemente influidos por las presiones religiosas y políticas de la época, la definición de una palabra especialmente valiosa: libertad. La María teatral iluminaba ese vocablo, como todos, en su diccionario (“Facultad del hombre para elegir su propia línea de conducta, de la que, por tanto, es responsable”); y acusaba a los académicos de traicionar al pueblo, afirmando que las personas somos los verdaderos dueños del lenguaje.

  No pude menos que pensar en algunos políticos metidos a Académicos que tenemos en Galicia, que además de su obsesión por compeler a los gallegos a usar su lengua propia (la de ellos, los académicos, me refiero), distorsionan significados e imponen neologismos (grazas por gracias, polbo por pulpo…) con fines que pueden calificarse de políticos (normativizando pero no normalizando). Se hubieran visto aludidos en esa acusación de traición al pueblo que lanzaba mi admirada María Moliner, que suscribo. Pero no creo que esos vates del nacional-lingüismo, ni nuestros políticos autonómicos, ni los próceres de la cultura galega se interesen por esa obra: porque era en español y la oficialidad gallega repudia nuestro idioma común.

Opinión Pedro Larrauri