Desde la Torre de Gálata, Estambul se ve en todo su contraste. A un lado, tranvías, cafés modernos y edificios europeos; al otro, cúpulas, minaretes y barrios asiáticos. El Bósforo marca la frontera entre dos continentes, pero cruzarlo es tan fácil como tomar un ferry. En pocos minutos, uno pasa de Europa a Asia sin salir de la ciudad. En este artículo, te contaremos cómo es viajar por Turquía, entre ciudades que miran al futuro y paisajes que parecen detenidos en el tiempo! Y si deseas contar con la ayuda de un guía experto en un circuito Turquía, puedes contar con esta agencia de turismo que colaboró y nos asesoró en este artículo.
Callejear por Estambul: entre gatos, mezquitas y simit
La ciudad más famosa de Turquía no se recorre: se callejea. No hay GPS que te salve cuando el aroma a pan recién hecho te desvía hacia una panadería, o cuando un gato dormido en el marco de una puerta te obliga a detenerte. Cada esquina parece tener una historia, o al menos un té caliente que te invita a escucharla.
Santa Sofía, la Mezquita Azul y el Palacio Topkapi impactan, claro. Pero es el sonido del llamado al rezo al caer la tarde, rebotando entre cúpulas y antenas, lo que se queda pegado a la piel. Y en algún rincón del Bazar de las Especias, cuando un vendedor de pistachos dice “Hola España” sin saber quién eres, entiendes que el turismo acá no es solo un negocio: es parte del día a día.
La ciudad invita a perderse sin apuro, ya sea cruzando el Puente de Gálata con una cerveza en la mano al atardecer, o probando un balik ekmek —el clásico bocadillo de pescado a la plancha— en los puestos junto al puerto. En los barrios de Kadıköy o Balat, lejos del circuito más turístico, la vida cotidiana aparece sin filtros: mercados callejeros, cafés con gente jugando al backgammon, y librerías escondidas entre fachadas coloridas. Estambul no se muestra toda de golpe, hay que ir descifrándola paso a paso, como quien hojea Las mil y una Noches sin querer llegar demasiado rápido al final.
De Pamukkale a Éfeso: caminar sobre el pasado
Turquía también se recorre de sur a oeste, donde los paisajes cambian por completo y las ruinas antiguas marcan el ritmo del viaje. En Pamukkale, el blanco de las terrazas calcáreas parece un espejismo bajo el sol. Caminas descalzo por un suelo que parece nieve caliente, con agua tibia que corre suave, como si el planeta se tomara un baño.
A pocos kilómetros, Éfeso impresiona por su escala y estado de conservación. Las columnas, la antigua biblioteca y el teatro todavía transmiten la fuerza de una ciudad que fue clave en el mundo clásico. No hace falta imaginar demasiado: el pasado sigue visible y forma parte del presente en cada rincón del sitio arqueológico.
Capadocia desde el cielo: globos, valles y paisajes lunares
Al amanecer, el cielo de Capadocia se llena de globos aerostáticos. Es un espectáculo que, por más veces que lo hayas visto en fotos, sorprende igual. Lo que nadie te cuenta es el silencio. No hay música épica ni drones zumbando: solo el fuego que infla los globos, los murmullos de los otros viajeros, y el viento.
Desde el aire, el paisaje es aún más impactante: valles ocres, chimeneas de hadas y casas excavadas en la roca que parecen sacadas de otro siglo. La vista alcanza hasta donde termina el altiplano, y durante el vuelo, todo se mueve con una calma que contrasta con el vértigo de haber despegado. Al aterrizar, el ritual se completa con una copa de champán y una sonrisa de los pilotos, como si volar sobre Capadocia fuera algo cotidiano. Pero no lo es.
El hammam, una pausa necesaria en el viaje
El hammam es el tradicional baño turco, una práctica con siglos de historia que combina higiene, relajación y ritual. Aunque hoy muchos funcionan como spas para turistas, los más auténticos mantienen la arquitectura original y el paso por distintas salas de calor, agua y masaje. Entrar en uno es una forma de conectar con una parte muy arraigada de la cultura local.
Viajar también es frenar. En un hammam tradicional, no hay wifi, no hay selfies, no hay prisa. Solo vapor, agua, y manos expertas que te devuelven al cuerpo. Al principio hay pudor, después alivio. Sales con la piel limpia, pero sobre todo con la cabeza vacía. Como si el viaje también necesitara una pausa para entenderse a sí mismo.
Es que Turquía no es solo mezquitas, ni ruinas, ni comida deliciosa. Es la suma de todos esos mundos que parecen no tener nada que ver y sin embargo conviven. Un país donde lo moderno no reemplaza a lo antiguo, solo se sienta a su lado. Y donde uno puede ser extranjero sin sentirse extraño.
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